Érase una vez dos ranitas hermanas que vivían en un lago cerca de una granja lechera. Una mañana soleada, las dos ranitas jugaban y cazaban moscas en el lago. Pero después de un rato se aburrieron y saltaron con emoción hacia una granja lechera donde nunca antes habían estado. ¡Era el día perfecto para explorar!
Al llegar, encontraron un balde lleno hasta la mitad con leche y como ranitas que se respeten, saltaron para nadar en él.
Pronto se dieron cuenta de que el líquido blanco en el que estaban nadando era muy delicioso y se llenaron el estómago con leche fresca y cremosa. Al cabo de unas horas, decidieron que era tiempo de saltar del balde y regresar al lago, pero las paredes del balde eran demasiado resbaladizas y el borde quedaba demasiado alto. ¡Estaban atrapadas!
Las dos ranitas nadaron y patalearon, luchando por salir. Hasta que finalmente la ranita mayor dijo:
—Esto es inútil, nunca saldremos de aquí, no puedo nadar más, así que voy a dejar de patalear.
La ranita mayor cerró los ojos y se quedó flotando en el líquido blanco. Pero la ranita menor no quería darse por vencida, así que siguió luchando para salir del balde:
—Puede que nunca salgamos de aquí, pero seguiré nadando y pataleando hasta que no me queden fuerzas —dijo con convicción.
La ranita menor tenía la esperanza de encontrar una salida si se esforzaba lo suficiente. Finalmente, la ranita menor se agotó por completo y tuvo que dejar de nadar; no le quedaban fuerzas para continuar. No obstante, cuando estaba a punto de darse por vencida, no se hundió. La ranita había nadado y pataleado tanto que había convertido la leche en un enorme trozo de mantequilla desde el cual era muy fácil saltar.
—Abre los ojos hermanita —le dijo a la ranita mayor— ¡Es hora de regresar a casa!
—¡Gracias hermanita! —exclamó feliz la ranita mayor— Si no es por tu perseverancia nunca hubiéramos salido de este lugar.
Las dos ranitas regresaron al lago muy agradecidas de haber sobrevivido.